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Capítulo VII

Que trata de la aventura que Don Quijote tuvo con los molinos de viento

   Así pues, sin despedirse Sancho Panza de sus hijos y su mujer, ni Don Quijote de su ama y su sobrina, una noche salieron del pueblo sin que nadie los viese, y caminaron tanto, que al amanecer estaban seguros de que no los encontrarían aunque los buscasen.

   Iba Sancho Panza sobre su jumento como un príncipe, con sus alforjas y su bota, y con grandes deseos de verse ya gobernador de la ínsula que su amo le había prometido.

  -Mire vuestra merced, señor caballero andante –decía Sancho-, que no se le olvide lo de la ínsula, que yo la sabré gobernar por grande que sea.

  -Has de saber, amigo Sancho Panza –contestó el caballero-, que si tú vives y yo vivo, bien podría ser que antes de seis días ganase yo un reino del que te coronaré rey.

   En esto descubrieron unos molinos de viento que había en aquel campo.

   -La suerte nos favorece, amigo Sancho –dijo Don Quijote-. Ahí veo un buen puñado de malvados gigantes con quienes pienso entrar en batalla y quitarles a todos la vida.

   -¿Gigantes? ¿Qué gigantes? –preguntó Sancho Panza.

   -Aquellos que allí ves –respondió su amo-, los de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas.

   -Mire vuestra merced – respondió Sancho-, que aquellos no son gigantes sino molinos de viento; y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que se mueven por el viento.

   Pero a pesar de las advertencias de Sancho, Don Quijote seguía imaginando gigantes.

   -Ya se ve que no estás enterado de los asuntos de aventuras. Ésos son gigantes. Y si tienes miedo, quitate de ahí y ponte a rezar, que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla.

   Y diciendo esto, picó de espuelas a Rocinante, sin atender a las voces que su escudero le daba.

   -No huyáis, cobardes y viles criaturas –gritaba el hidalgo-, que un solo caballero es el que os ataca.

   Se levantó de pronto un poco de viento, y las grandes aspas comenzaron a moverse. El jinete arremetió a todo galope de Rocinante y embistió al primer molino que estaba delante, dándole una lanzada en el aspa. En ese momento arreció el viento con tanta furia que el aspa hizo la lanza pedazos y se llevó tras de sí al caballo y al caballero, que acabaron rodando por el campo.

   Acudió Sancho Panza a socorrerle, a todo el correr de su asno, y cuando llegó encontró que su amo no se podía mover: tal fue el tremendo golpe que recibió.

   -¡Válgame Dios! –exclamó Sancho-. ¿No le dije que mirase bien lo que hacía, que no eran gigantes sino molinos de viento?

   -Calla, amigo Sancho –respondió Don Quijote-, ¿No sabes que las guerras de caballerías siempre están sufriendo cambios? El mismo sabio Frestón que me robó el aposento y los libros ha transformado estos gigantes en molinos para así quitarme la gloria de vencerlos.

   Ayudó como pudo Sancho Panza a levantar a su señor y le subió sobre Rocinante, que también estaba el pobre medio molido del golpe. Y hablando de la pasada aventura siguieron el camino de Puerto Lápice.

   -Póngase derecho vuestra merced –dijo Sancho-, que parece que va de medio lado, y debe ser del golpe de la caída.

   -Ésa es la verdad –respondió Don Quijote-, y si no me quejo del dolor es porque los caballeros andantes nunca se quejan de sus heridas, aunque se les salgan las tripas por ellas.

   Aquella noche la pasaron entre unos árboles, y de uno de ellos cortó Don Quijote una rama seca que casi le podía servir de lanza; y de esa manera reparó su arma.  

   En toda la noche no durmió el hidalgo pensando en su señora Dulcinea. En cambio Sancho Panza, que tenía el estómago lleno después de haber comido de lo que llevaba en sus alforjas y empinado la bota de vino, se la pasó durmiendo de un tirón.

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